La Cucaña Maracucha

Los torrelleros de la primera y segunda generación asimilaron en los campos petroleros zulianos las costumbres, usos y valores de los maracuchos. Pudiéramos decir, incluso, que el Torrellas es el barrio más grande de Maracaibo sin que ello sea un recurso literarario.   No por azar, en nuestro barrio se escuchan desde hace mucho, las gaitas, sus habitantes son albolarios,  dan  lustre exagerado a los zapatos, la afición al beisbol y el “comunismo” etc., son “cosas” que están sembradas en el alma del barrio.
           
Así entonces, a mediados de los años setenta y a principios de la década posterior, en el Torrellas se disfrutó de un extraño, curioso y muy divertido juego popular: la Cucaña Maracucha.  Esta es una versión mecanizada de la antigua Cucaña Española que cobró  vida al llegar la metalurgia y los rodamientos. Fue un híbrido lúdico que surgió en los campos petroleros. En 1968, Honorio Túa, empresario culinario y  muy distinguido caroreño, montó la primera  cucaña maracucha. Son tres alargados triángulos multicolores, de rodamientos  independientes conectados mediante un tubo,  en cuyo extremo suele colocarse el premio o una  bandera que lo representa.
           
Esa primera cucaña estuvo instalada en un espacio vacío que estaba al lado del salón de lectura de la avenida  El Cementerio. El premio era la bicoca de 20 bolívares (de los viejos), excentos de inflación y devaluación. Eran los tiempos en que había vainas que costaban una locha como las arepas “mata-peón” de Nicanor Graterol. Al premio en metálico se le sumaba un “aditivo” también muy cotizado en el barrio: el derecho a comer dulce de leche durante  un mes en la refresquería de Emilia Túa, descrito por algunos como el dulce de leche más sabroso del mundo, pues era hecho con la hoy desaparecida leche Klim.
Con el tiempo, al esfuerzo de organizar aquel entretenimiento se sumaron los hermanos Cesarito y Eustaquio “Taco -Taco” Castillo. El acontecimiento, que era todo un espectáculo, el premio se le fue abultando: un almuerzo en el restaurant “Las Palmitas” y una caja de maltas, donada por Víctor  “El Cobre Dulce” Madrid, dueño de Bar El Pegón. Ramonzote Pernalete, Gonzalo “El Cachete” García, Mónico Bastidas y Vencho Serrano, éste últimos propietario de Bodega El Cometa, se sumaron con 10 bolívares por cabeza. Ya eran 60 bolos los que conquistaba el ganador, y esto motivaba a participar. Quienes decidían competir, debían antes anotarse en una lista que manejaba Pablo Martínez (hijo). Martínez tenía la potestad de decir quién abría la competencia. El propio Honorio Túa narraba  las incidencias por la que atravesaban los competidores, asistido técnicamente por Mele-Mele Madrid. Aquello era indescriptible con palabras. Honorio tenía  una muy característica forma de hablar. Su voz tenía un  tono  parkinsoniano.  Cuando un zagaletón  empezaba a necear el aparato de sonido, Honorio lo miraba con recelo, y decía en tono de advertencia: “¡doscientos voltios, doscientos voltios...!”;  advertencia que por lo demás   era innecesaria. Esos aparatos viejos siempre pegaban corriente.  Y dice Omar Perozo que, “la corriente de antes era más arrecha, era más fuerte. Las cosas de antes eran mejores...” Nos indica el periodista Jesús Vásquez Romero, el encargado de reseñar la actividad en El Diario de Don Antonio, que siendo un tripón, Carlos Mogollón jorungando el ya anticuado para el tiempo aparato de sonido del señor Túa, recibió una fuerte descarga.  Desde entonces, Mogollón  sintió una profunda curiosidad por la electricidad.

            La cucaña se fue mudando de estancia. Se colocó diagonal a la casa de  los Castillo, el terreno donde Taco - Taco guardaba los autobuses, y luego  en La Benéfica de Chus Mogollón,  para luego mudarse de nuevo a las inmediaciones de la Esquina de la Mano de Dios, conocida como El Pegón.

Los Torrelleros aún recuerdan a  los eternos e indiscutibles ganadores de la cucaña: Luisito, El Viruta, Carucí, “El Morrocoy” de Miquela y Pedro “La Yuca” Mogollón.  Eran auténticos equilibristas, pues, lograban traspasar los tres triángulos colocados sobre seis rolineras en un trayecto aéreo de cuatro metros. Honorio Túa y los otros organizadores debieron acordar con Pedro Mogollón que podía montar la cucaña, pero sólo en calidad de instructor y/o demostrador. Y no era para menos. En la última época cucañera de Pedro Mogollón el premio era la mitad  de un salario mínimo mensual, o a veces más.

La cucaña era apenas una de las tantas disciplinas de competencia que Honorio Túa, Taco-Taco y Cesarito Castillo organizaban en el marco de las Fiestas de San Juan Bautista de la época de oro de la economía nacional. Como ésta, existían otras competencias, de las cuales les hablaremos en otra entrega de nuestros Pergaminos.

LA PLAYA DE GUADALUPE

Hace aproximadamente cinco lustros entró en funcionamiento una cancha deportiva en los espacios de la Urbanización Campanero, a la do del colegio Fe y Alegría. Fue una obra que se ejecutó bajo la  administración del Dr. Domingo Perera Riera cuando éste se desempeñaba como Gobernador del Estado Lara.  En aquella ocasión, el Dr. Perera, polémico  como todos los Perera, bautizó esa obra con el nombre de un caballero no menos polémico: Guadalupe Duno; vecino, adeco, controversial y amigo del Gobernador Domingo. Pedro Mendoza La Leva, aun recuerdo lo echón que se ponía Guadalupe cuando lo llegaban buscando en las limosinas negras de la Gobernación a solicitud del Gobernador. ¡naguarada¡

Por aquellos días; sobretodo los torrelleros comenzaron a cuestionar la decisión del Gobernador de poner el nombre de Guadalupe Duno a un campo deportivo. Alegaban que Duno no había ni jugado con las bolas de él. En cambio estaban los nombre de Cesarito Castillo, La Meca Ramos, Mikel Camacho con suficiente meritos en el deporte torrense para dar nombre a una obra de tal naturaleza. Una vez este cronista le comentó al Dr, Perera Riera las críticas en  su contra por tal motivo. A lo que Perera respondió “cierto es que más méritos tienen Cesarito, La Meca y Mikel, todos amigos mios, pero no viven por ahí y no van a cuidar la cancha como la cuida Guadalupe. Incluso Guadalupe cree  que  es de él. La cuida, la cela y la quiere. Es la única instalación deportiva en buen estado que hay en Carora” Si esa cancha llevara el nombre de Mikel Camacho hay estuviera en estado de abandono.  Vista desde ese punto de vista la decisión de Perera parece acertada. Mientras estuvo con vida Guadalupe cuidaba su cancha como a un hijo.

Guadalupe Duno vigilaba su cancha casi las veinticuatro horas del día. Desde la ventana de su cuarto podía  espantar a cualquier sagaletón  que se bamboleara en la tela de la cancha. Podemos decir que Guadalupe se encariñó tanto con su cancha que incluso llegó a quererla. Estamos  aquí frente a un caso “siu generis” de personificación de las cosas que muy bien analizara el filósofo checo Karen Kosic en su obra Dialéctica de lo Concreto.

Casi un año apenas habría transcurrido de la inauguración del Campo Deportivo Guadalupe Duno cuando en aquella playa tuvieron lugar una docena de juegos que terminaban en unas muy largas libadas    cerveceras. Eran unos torneos medio informales que montaban Freddy Herrera Riera; Edgar, La Meca, Meléndez; José Herrera, El Moro, el profesor Francisco, Chico, Noguera, entre otros. Un lunes feriado llegan en la mañana un grupo de peloteros solicitándole la llave de la cancha a su “propietario” y guardián para comenzar la faena de ese día.  Como el fin de semana habían jugado mucho, Guadalupe Duno se negó a entregar la llave de la puerta alegando que “esa cancha está cansada. Ayer jugaron mucho. Coño dejen descansar esa cancha”. Aquella inesperada repuesta  causó gran asombro, ira y risa al mismo tiempo en aquellos “deportista”. Freddy Herrera, que era muy picado y que dijo “ verga, no faltaba más la cancha está cansada…” Pero aquella era una cuerdita de puros jodedores. José Herrera, El Moro de Daysi, fue más contundente en la reacción y dijo a Duno: “… prepárale una licuadora de Cerelac y le echas un vaso en cada base pa que se reponga rápido…” Esas son las repuestas que aún se dan en Carora y en las cuales Panchito El Impulso llevaba la batuta…

Guadalupe Duno fue todo un caballero que se granjeo la estima y el respeto  de los caroreños que le conocieron. Mientras vivió “su” cancha deportiva conservó su estado en que la recibió de mano de su amigo Domingo Perera. La cancha aún conserva su nombre, pero no es ni la sombra cuando estaba bajo la custodia y vigilancia de Guadalupe Duno

Con el permiso de Pitágoras.

 Es muy dado en cierta “raza” de especialistas a catalogar de ignorantes  a aquellos que no conocen en profundidad la parcela del conocimiento que ellos conocen.  El sabio Pitágoras (569 a c. – 475 a.C.) colocó un letrero inhibidor en su celebre  academia: “quien no sepa matemática que no entre”.  Por su parte; el historiador caroreño J. Mora se atreve a llamar ignorante a quien no conozca la génesis de las instituciones judìricas que los españoles transplantaron en el Nuevo Mundo.  Desde luego esto es un error.  A la verdad y a la utilidad se le llega de varias formas.


            En el barrio Torrellas de Carora, existió una Bodega  que parecía más bien una especie de hipermercado tropical. Bodega “La Violeta”, ubicada en la calle Ramón Pompilio Oropeza, propiedad del empresario Nicanor Graterol,  y regentada excepcionalmente,  y durante cincuenta años por Fausto Meléndez, quien aunque parezca mentira, era ágrafo.

            En La Violeta, cuyas “novedades” eran anunciadas por Radio Violeta, la primera radio comunitaria del país, se vendió desde arepa “Mata peón” hasta infundia de iguana, pasando por la pólvora y el cemento al detal.  Fausto Meléndez no solo vendía de todo un poco, sino que además tenía repuesta para todo. Así cuando alguna dama le pedía que le cambiase una arepa pasada de candela por otra más blanca y le decía “Fausto cámbiame esa arepa que está muy fea” nuestro personaje ripostaba: “Ayú ¿y quien te dijo a voz que las tripas tenían ojos?; pero al final concedía el cambio.


    En aquella bodega las cosas se vendían por peso aunque el aparato de pesar casi nunca se usaba; pues para medir se disponía de unos taturos ya calibrados para medir los mas diversos productos que allí se expendían. Fue quizás la ultima bodega donde aún se hablaba de cotejo (6 litros), arroba, cuartilla (12 litros),  medio, quintal, fanega, decalitro, libra, onza, etc, ya hoy en pleno desuso.  Era la época cuando por un bolívar se compraban 14 huevos, 16 cucas o 12 plátanos; un kilogramo de sal (en grano) valía)  una locha, y la sal molida un medio.

        La gente mayor de cuarenta años aun tiene fresca memoria de lo más atractivo de aquella curiosa y pintoresca pulpería: la ñapa, que allí no era simplemente el obsequio de un caramelito de coco o una conserva.   Si bien es cierto que la ñapa era una institución comercial muy extendida en la Venezuela de la primera mitad del siglo XX, en La Violeta esa institución de curioso origen inca, se adoptò e institucionalizó como un irresistible atractivo comercial para los muchachos  responsables de hacer los mandados. Allí éstos tenían la posibilidad   de ir acumulando el crédito por concepto de ñapa.   El valor favorable de la ñapa se acreditaba  de acuerdo al monto de la compra. Se disponía  de tres frascos de vidrio donde se depositaban granos de café (de mayor valor, para los que compraban mas de un real), maíz o caraota según la naturaleza de la compra.   Así entonces ocho (08) granos de maíz eran equivalentes  a una extinta locha. La relación era por cada bolívar se acreditaba un locha. Ya adelantado el siglo XX aparecieron los llamados boletos azules como certificado de haber comprado un bolívar.

   Fausto Meléndez logró atraer  a casi la totalidad de chiquillería del populoso barrio Torrellas que encontraba  en La Violeta una agradable recompensa al esfuerzo de caminar dos o tres cuadras más que significaba llegar hasta aquella bodegota. 

   
    Eso y toda la contabilidad la llevaba con exactitud de academia  aquel humilde viejo cristiano que no conocía la estructura (al menos escrita) de las matemáticas y que quizás no tenía credenciales para entrar a la academia fundada por aquel sabio que hace veinticinco siglos nos legó una sencilla formula para calcular el área de grandes extensiones.

PAGADORES DE PROMESAS

 Cuando aún en Venezuela la fe se había convertido en un negocio de algunos “avispados”; cuando aún no se había descubierto que el temor al Diablo era una buena excusa para vender escapularios (J. M. Serrat dixit) era posible encontrar noticias de esos creyentes excepcionales que, como los primeros cruzados,  acometían verdaderas hazañas humanas en nombre de su fe y de su creencia religiosa.  Cada día son más escasos esa especie de cruzados tropicales de la fe que  pagan alguna promesa a la Virgen, a la María Lienza, al Dr. José Gregorio Hernández o a cualquier otro milagrero del camino.  No incluimos al Hermano           Domingo Antonio Sánchez porque este es un santo de la era automovilística y “acepta” promesas menos sacrificadas.

      Lamentablemente  como hoy en Venezuela el Dinero es un Dios y la fe está muy maltratada y relegada a un segundo plano, ya no se ven milagros;  y en consecuencia escasean también  los pagadores de promesas.  La fe mueve montañas, pero hay que pagar” es una expresión muy extendida en el país que delata  el peaje que debe pagar la fé en los centros de atención espiritual.


      El pasado domingo, veinticinco de de febrero, estuvo de paso por  nuestra levítica ciudad un extraño y curioso personaje que se ha dado en conocer con el nombre de El Nazareno.   El quizás el último cruzado tropical de la fe en Cristo. Viste una túnica morada  y carga literalmente una gran cruz (que al decir de Fran Montes, está por comprobarse si no es de cañaflote), cual  Jesús de Nazaret.   Alguno de nosotros lo hemos visto caminar por la carretera centroocicental en su peripecia religiosa.  En Carora es amigo y correligionario de Don Ruperto Meléndez, conocido empresario de los repuestos usados, creyente excepcional y hombre muy rico.  Ruperto también ha pagado promesa.  Ha caminado desde esta ciudad áspera y brava hasta la capital de la República.

         En Carora ya nadie parece recordar la hazaña humana realizada por el más extraordinario pagador de promesa: la de Dimas El Caminante.  No fue posible encontrar en la memoria colectiva de la ciudad el apellido y datos personales de este humilde “goajiro” que caminó desde Castillete, en el extremo nor-occidental de la geografía nacional, hasta la ciudad de los techos rojos pagando una promesa al Siervo de Dios, Dr. José Gregorio Hernández.

  Dimas El Caminante, hoy casi olvidado, estuvo en Carora allá por la cuaresma de 1.967 cuando se  dirigía hacia la Capital del país pagando una promesa en ocasión de la recuperación de la vista de su esposa recluida, sin esperanza alguna, en un centro hospitalario de aquella ciudad.    La esposa de este corpulento cristiano que los caroreños vagamente recuerdan su rostro “aguajirado”, había perdido la visión.  Era la época en que estábamos muy lejos de contar con la Misión Milagro ni tampoco se contaban con los médicos cubanos.  Aquella pareja, de escasos recursos económicos,  no tuvo otra opción que encomendarse a la intervención sobrenatural del médico de los pobres.  Y estando el Sr. Dimas en Maracaibo el milagro sucedió: su amada esposa recuperó la visión.  Enterado el esposo, de inmediato emprendió la caminata que lo haría famoso y que casi le costó la vida.  Sin más equipaje que su ropa, su fe y su voluntad inquebrantable Dimas emprendió su travesía como aquellos  primeros cristianos que acompañaron la empresa de Urbano II hacia los Santos Lugares.

    En la capital las cámaras de Radio Caracas Televisión esperaban a este devoto para dar el tubazo. Desde que inició su travesía este personaje se hizo noticia.  Los periódicos reseñaban su periplo y la gente buscaba la prensa para hacerle seguimiento a su caminata.  En todos los pueblos la gente salía a suladarle; a darle alguna cosa que pudiera servirle a aquel humilde hombre desde palabras de aliento y estímulo hasta un puñito de monedas de que aún tenían poder adquisitivo. En Carora muchos padres incluso dejaron a sus hijos menores en casa sólo por la “necesidad” de ir a conocer aquel hombre que pagaba una promesa.

      Al llegar al hospital donde estaba recluida su esposa y había acontecido aquel hecho sobrenatural, frente  a las cámaras de Radio Caracas Televisión, Dimas El Caminante cayó desfallecido, desmayado, por el agotamiento por aquella dura faena. Como el posta griego de Maratón, el cuerpo de Dimas estaba vivo solo por la fuerza que emana del interior. Aquella caminata era contraria a toda prescripción médica. Lo mantenía vivo el deseo de cumplir su cometido.  Recibe  atención médica y al día siguiente su foto y la de su esposa son noticia en los principales periódicos del país hasta que la dialéctica periodística los hizo “periódico de ayer”.

El chino que detuvo el tiempo

Ocurren fenómenos extrasensoriales que sacuden cualquier  andamiaje epistemológico por muy sólido que éste sea. Los grandes magos, ilusionistas y videntes, en honor a la verdad, ponen en  aprietos a los hombres de ciencias.   Quizás por ello es que vale Domo Riera decidió declararse comunista exotérico, sin que ello implique una contradicción conceptual y gnoseológica ni una falta de coherencia intelectual.

            Hoy vamos a referirnos a uno de esos tantos fenómenos macondianos que han tenido lugar en Carora que resultan casi familiares para la mayoría de los caroreños, pero muy extraños a los de afuera.

Cuenta Gabriel García Márquez que cuando los gitanos, con Melquíades, el alquimista, a la cabeza; llegaron a Macondo; muchas casas se vinieron al suelo en virtud de que los imanes que llevaron ejercieran una atracción tal sobre los clavos que unían las maderas de las casas que se desprendieron las madera.   Desde luego esto no deja de ser una hipérbole de la literatura fantástica,  pero lo que sí no es cuento fue lo que sucedió en Carora allá por el año de 1.934.

Para aquel año vino a Carora un prestigioso mago que andaba de gira por todo el país. El mago Chang que venía, como lo revela su “apellido”, del país de Confucio.  Se presentó en el teatro Salamanca.

Su actuación había sido anunciada para las siete de la noche. Pero Chang “no llegó” a esa hora sino una hora después.  El público estaba molesto, inquieto y enardecido por la impuntualidad y la irresponsabilidad del mago y de los responsables del evento, muy posiblemente, Gonzalo González que era empresario emprendedor de entonces.

Pero aquí fue donde se lució el mago y hasta hoy los viejos de muy avanzada edad siguen con la interrogante sobre lo que realmente sucedió aquella noche en el Teatro Salamanca. Chang preguntó al público enardecido  cual era la razón de su protesta. Los mal exigentes le respondieron que tenían más de una hora esperando se diera inicio al espectáculo por el cual estaban pagando. El mago dijo que la función estaba pautada para las siete de la noche  y, según él  eran precisamente  las siete de la noche, que no había tal retraso y en consecuencia no deberían estar molestos. “Como van hacer las siete  p.m. si tenemos aquí una hora esperando” gritaban los más exaltados.  Entonces el mago Chang los conminó a mirar la hora en sus propios  relojes. Los más posicionados sacaron sus leontinas de números romanos (no se conocían aún los relojes Cucu, ni los precisos Victorinock que décadas después se exhibirán en Jade) y observaron que todos aquellos curiosos aparatos marcaban las siete  en punto, o las “siete clavadas” como decía la Radio Carora..
¿Magia, ilusión, hinopsis colectiva?    No sabemos, pero los viejos, más viejos (que pueden ser embusteros, pero no mentirosos) cuentan esta crónica con una certeza tal que no hay espacio para la duda.

Los extremos se juntan dice un viejo adagio. Será por ello que Domingo Octavio Riera, ante la duda razonable que plantean casos como el del mago Chang a la ciencia y al materialismo; decidió una posición curiosamente exclética: marxista y exotérico.

Mala Fama

En el año de 1.943 se celebró un campeonato de béisbol en el cual participaron los equipos Buenos Aires, Cardenales, Chóferes y Alfareros (que luego cambiaría de nombre a Torrellas). Este fue el primero en ser eliminado.  Siguió un largo receso de dos años sin béisbol.  Los peloteros del Torrellas, en su mayoría albañiles y alfareros,  se reúnen en la capilla abandonada que estaba en la calle Monagas esquina con Avenida El Cementerio. Allí se decidió participar nuevamente en el próximo campeonato próxima a comenzar.   Entre los jugadores del equipo Torrellas estaba Alejandro (La Beragacha) Piña que tenía un camión para el transporte de material de alfarería.  Con él viajaba casi a diario entre Alemán y La Alfarería de Carora, propiedad de Don Chumaría Gutiérrez.  Piña era un pelotero muy enamorado de su deporte.  Un día del año 45, antes de iniciarse el campeonato Alejandro le pintó en el parachoque del camión “Vuelve la Leña Verde”.   Para aquel entonces el recién  fundado equipo Torrellas que aún no tenía todos los “adornos” propios de cualquier equipo, le echó mano a ese slogan que en un primer momento no tenía tal pretensión.
De esa manera casi inocua Alejandro Piña se convirtió en el creador de un lema de un equipo beisbolístico que hoy por es toda una leyenda.  El barrio Torrellas es el primer barrio moderno de Carora. Nació cuando el país comenzaba a entrar en la modernidad que trajo la unificación del país y la explotación petrolera.  Con la presencia de los norteamericanos  en los campos petroleros llegó   el béisbol. De allí la asimilaron los jóvenes del Torrellas que iban a trabajar en los campos petroleros. Aquí en Carora lo practicaron y lo difundieron. El béisbol llegaría a sembrarse en el corazón de los torrelleros que hoy en día palpita y se estremece  con aquellas palabras que un hacedor de adobe  pintara en el parachoques de su camión: “Vuelve  la Leña Verde”. Alejandro Piña es hoy de los más connotados fanáticos del equipo que fundo junto a Cabolipe  y  otros.

EL PALON ENCEBADO DE EL TORRELLAS

En el pergamino anterior nos referimos a la Cucaña Maracucha en el barrio Torrellas. La Cucaña fue un artefacto de la jodedera que Honorio Túa trajo desde Mene Grande. Nos enteramos  de que nuestro Ramón José Mosquera, popularmente conocido como Mon El Sordo, se molestó por que no hicimos mención a su trabajo de montar la cucaña o más precisamente, de enterrar los soportes del artefacto. Al consultar al respecto con el cronista de la cotidianidad, Frank Egidio Montes, nos precisó que era cierto y que Mon también era el que enterraba el palo encebado; y agregó que el pobre Mon ya no entierra el palo por que está muy débil para el trabajo rudo.

    Respecto al Palo Encebado tenemos que acotar que esta diversión tiene su origen en las festividades romanas que nos llegó a nosotros por medio de España. El Palo  Encebado, a diferencia de la Cucaña Maracucha, como ya asomamos es de vieja data en Carora, pero se popularizó con las festividades patronales organizadas por Honorio Túa y los hermanos Castillo. Con éstos el Palo Encebado adquirió  el carácter de un espectáculo y de fiesta popular. La historia oral caroreña nos da noticias de varias jornadas del Palo Encebado en El Torrellas, a  mediados de los años cincuenta. Estuvo organizado por  Víctor Camacho y sus hermanos.  Por aquella época, recuerdan los caroreños más antiguos, el campeón del Palo Encebado resultaba ser el ya desaparecido Guido Mendoza. El premio para la época era de Diez a quince bolívares pre inflación.
   En los años setenta, de esa cuerdita de muchachos de las inmediaciones de El Pegón  (hoy casi cincuentones) el único que  conocía la historia del mitológico y fabuloso Atlas griego era Franklin Piña sin embargo los otros conocieron “su Atlas” de carne y hueso, tan fuerte como el Titán griego condenado por Zeuz aunque un poco más rústico  y mortal: Nane Martínez. A este caballero de la fuerza lo recuerdan los torrelleros como un muchacho capaz de soportar en sus hombros una escalera humana de diez muchachos en su afán de arrancarle el premio al Palo Encebado que como un desafío a la fuerza y al ingenio les ponía Honorio Túa. Dicen algunos testigos “Nane era un coño arrecho…”.  Por la altura del palo de Honorio era menester armar un equipo para poder conquistar el premio que solía colocarse en la copita del erecto madero cilíndrico. El Palo Encebado de los tiempos dorados del bochinche tenía una altura de diez metros.

    El Palo Encebado era un “deporte” popular solo reservado a los más audaces y valerosos. Cualquiera de los participantes, estuviera en cualquiera de las posiciones de la escalera humana debía aferrarse a un madera resbaladizo y viscoso que había sido embadurnado no ya con sebo sino con grasa bituminosa. Ya se participara solo o en equipo uno tenía que llegar al extremo superior del palo teniendo la viscosidad y la gravedad en contra.

     Para intentar ganar el premio era válido formar equipos. El primer “peldaño” de la escalera humana debía ser lo suficientemente fuerte y resistente para soportar todo “el edificio”  compuesto por hasta diez hombres. Todos debían aferrarse al palo para que no se derribara toda esa estructura humana.

     Todo eso resultaba en un auténtico espectáculo.  Presenciar los cientos de intentos fallidos de una media docena de hombres en su afan de ganar era una divertida  tensión. El equipo ganador recibía tres premios: 1) la satisfacción personal que te permite decir “yo puedo, yo pude; lo logré. 2) los cálidos y efusivos aplausos de un público crispado de grasa y que apuesta a que te caigas; y 3) el premio en metálico siempre atractivo, porque los torrelleros para la jodedera siempre tienen plata.
       Subir al palo encebado y sostenerse en él  y arracar el premio era harto difícil, arrechísimo. La lista de los multicampeones del Palo encebado es  si se quiere restringida: Guido Mendoza, el primer campeón; William El Catalejo Torbello; los Crespo de Miquela; y el tricampeón Pedro La Yuca Mogollón. Este último también  campeón de la ultima Cucaña.

    Tanto La Cucaña como el Palo Encebado, en su clímax adrenalínico, desaparecieron con la muerte de Honorio Túa. Armando Ferrer Ayala les prolongó la agonía para desaparecer en los años tardíos de los noventa.

Entre el Génesis y El Apocalipsis

Desde que se apagó la luz divina del Medioevo, el hombre occidental ha vivido deslumbrado por el resplandor del dinero y ello la ha impedido ver otras muchas cosas realmente maravillosas.  El dinero hoy en día ocupa ese legar sagrado que entre en la Edad Media estaba reservado únicamente a Dios.  Muy al contrario de lo que afirmaba la Historiografía tradicional; esa etapa de la Humanidad que corre entre los siglos VII y XIV, conocida con el nombre de Edad Media, fue muy prolija en la creación de artefactos culturales  muchos de los cuales aún sobreviven en los tiempo actuales como el aseo personal y las normas de cortesía.

            Por ser una época en que Dios ocupaba el centro de la existencia humana, los textos sagrados eran objeto de una profundo y minucioso análisis.  Esto era necesario para darle sentido y operatividad a la existencia humana. El infierno, el pecado y el mal que hoy simplemente podemos despachar con un “eso no existe” tenía un profundo significado para el hombre medieval. Eran conceptos que tenían sentido y operatividad dentro de la cosmogonía en la que estaban inmersos desde  el siervo de la gleba, el señor feudal y el sacerdote.

            No fueron pocos los eruditos que se dedicaron a comprender la Historia desde una perspectiva teológica (la única posible, por cierto).  El punto más alto de este esfuerzo intelectual lo constituye  sin dudas  la filosofía escolástica con  Anselmo de Cantérbury y Tomás de Aquino a la cabeza entre otros.

             Los textos sagrados fueron escudriñados en sus más profundas implicaciones. A la Biblia y a otros textos sagrados “se le hizo hablar” como gusta decir al profesor Luís Mora Santana.  Un dato muy curioso que en nuestros días quizás sea objeto de burla y risa  es que para los eruditos medievales el mundo  tuvo una fecha muy precisa de creación. Según ellos y basados en las Escrituras Dios creó la Tierra a la nueve de la mañana del Veintiséis de octubre del año 4.004 antes de Cristo. Y esto era una “verdad” que se enseñaba en el pleno siglo XVII en la Universidad de Cambridge y que era compartida por los hombres más sabios de la época.   De manera  que para los teólogos y eruditos del Medioevo aquel acontecimiento cuando Dios dijo “hágase la luz” tuvo lugar en aquella precisa fecha.   Es importante resaltar que para el hombre medieval el año 4.004 antes de Cristo era un fecha muy, pero muy remota; casi inimaginable.

      En el otro extremo de la Biblia encontramos el Apocalipsis cuya autoría se le atribuye al anciano  Juan de Patmos y en donde se plasma  el fin del mundo de una manera catastrófica. Según  el anciano visionario el fin mundo colapsaría por efecto de una gran inundación. Pero aquí San Juan no precisa ninguna cronología sino que refiere con la vaga e imprecisa frase “ en los últimos tiempos”.

            Ahora; llama poderosamente la atención que tanto el Apocalipsis, la ciencia   moderna y el libro sagrado de los Mayas afirman que la destrucción de la humanidad será por efecto de una inundación de dimensiones planetarias. Para los climatólogos modernos el efecto invernadero, al derretir las masas de hielos glaciares elevará el nivel de los mares con las consecuentes inundaciones catastróficas.  Este fin de mundo también tiene una fecha muy precisa, pero no en la Biblia sino en otro texto sagrado; en el Popul Vuh, el libro sagrado de la Mayas.  Según este texto la destrucción del mundo, la gran inundación, sobrevendrá en una fecha cercana: a las diez de la mañana del 21 de Diciembre del año 2012.  Para los mayas en esa precisa fecha se cerrará el quinto ciclo de la humanidad.  En esto la ciencia moderna pareciera avalar la premonición maya. Según los astrónomos modernos para esa fecha se producirá una alineación muy particular entre nuestro planeta, el sol y Martes que solo se produce  cada de decena de miles de años.

Los Primeros Brujos Caroreños

         A escasos años de estar Carora fundada pon Don Juan del Thejo llegó a esta ciudad una mujer que se distinguió  por ser gran cocinera y por practicar la brujería con notorios resultados. Se llamaba Juana Torralba y era conocida entre los principales como La Torralba. Al Perú llegó, procedente de España donde ya conocía sus dos principales oficios, y pronto la veremos embarcarse en la primera campaña libertaria de América: La Peregrinación del atrevido Capitán  Lópe de Aguirre. Fue cocinera de este  soldado español, el primero en rebelarse contra la autoridad española. Cuando es sofocada la rebelión de El Tirano Aguirre sus  seguidores sufren persecuciones y buscan “asilo” en las ciudades vecinas a Barquisimeto. Alrededor de 1570 encontramos a La Torralba al servicio del matrimonio Aviles-Hinojosa donde además de cocinera, practica la brujería por solicitud de Doña Inés de Hinojosa.

       Es esa la primera noticia que en Carora se tiene acerca de la brujería. De manera pues que a pesar de la persecución  y vigilancia que sobre la brujería ejercía la Santa Inquisición ya en los propios inicios de la vida de nuestra ciudad se practicaba la brujería. Ello en buena medida explica la cultura espiritista que aún pervive en la Carora del siglo XXI.

       Muchas vainas debieron haber echado los brujos de Carora desde los inicios con La Torralba hasta el año de 1664 año en que estalla un pleito por la muerte de Juan de Antillán, hechicero africano. Se acusa en este caso al cura doctrinero Salvador Leal de Villalobos.

       En la primera  mitad de  la década de 1560 vivió en estas tierras caroreñas un muy corpulento negro bozabide que practicaba la hechicería para gran temor y asombro de los buenos cristianos. Se llamaba Juan de Antillán de la Doctrina de San José de Siquisique (perteneciente a la jurisdicción de Carora) las autoridades religiosas, particularmente el Alcalde de la fraternidad inquisitorial, le acusaban de practicar la hechicería, ser matador con hierbas y  de enseñar a los indios  muchas hechicerías. En uno de los pleitos en que se le acusó algunos indios cristianizados testificaron en su contra y afirmaron ser testigo de la muerte con un bebedizo de sangre de gallo negro degollado y de hierbas a una pareja de indios.

   Cuando el cura doctrinero, Juan Leal de Villalobos, quiso prenderlo por primera vez no contó con la ayuda de negros ni indios por temor a los maleficios que el negro Antillan pudiera imponerles. Finalmente, el 29 de julio de 1664, Juan de Antillan es apresado. Desde la celda le pidió a su guardia, un indio, le consiguiera algunas hierbas que crecía en la orilla del río. Las masticó y al poco tiempo murió.   Se envenenó, según una versión, porque no soportaba el encerramiento. Esta fue la versión que finalmente “vendieron” las autoridades locales, pero algunos negros siguieron creyendo que había muerto a consecuencia de los azotes propinados por sus captores. Las autoridades religiosas incluso alegaron que tal hechicero se podía hacer inmune a los golpes del castigo; pues no le salían moretones, ni nada que diera muestra de golpes.

    Por la muerte de este negro que “mataba con hierbas” fue acusado, por el cura Pedro Quebradas, el doctrinero Salvador Leal de Villalobos; se abrió pleito judicial hasta que finalmente, el 02 de septiembre de 1665, interviene el entonces obispo de Venezuela y Caracas, Don Francisco Alonso  Briceño y absuelve a tal Salvador Leal de Villalobos.

    A medida que se va consolidando la sociedad colonial venezolana se van perfilando las distintas  prácticas  espirituales venidas de África, y refractadas en suelo americano, hasta  lograr  todo un complejo sistema de ritos estructurados por cortes. ¡Hasta una corte malandra se venera en los portales venezolanos¡

       En Carora, hasta no hace mucho tiempo los brujos, hechiceros y yerbateros tenían su especialización. Así entonces había brujos y/o yerbateros “expertos” en hacer parir a las mujeres “estériles”; para ello aplicaban todo, absolutamente todo, lo que  estuviera a su alcance. Muchas parejas de caroreños deben su descendencia  a los trabajos y bebedizos del desaparecido Roso Pérez. Diego Sierralta aún prepara un bebedizo para eso. Tuvimos brujos especialistas en montar y desmortar  seretones, como M. Amaro y E. Brito; otros se distinguían por sus trabajos para hacer regresar a los amantes rebeldes; incluso en El Torrellas hay unas que lo hacen regresar aunque el marido se haya ido con una Chica Polar. Los había quienes hacían aparecer los objetos desaparecidos como Don G. García.

      La mayoría de brujos y hechiceros se aventuran a predecir el futuro de sus clientes a través de la lectura de las cartas, del tabaco, de las manos y hasta del café. La viejita Pola, de Puente Torres, por ejemplo, es altamente conocida por quitarle la pava  y las malas influencias a los carros, nuevos y usados. Gilmer Graterol no cree en ella, por falta de fe.  Para quitar los cadillos y orzuelos los caroreños acudían a los servicios espirituales de Don L. Gaona.

         Hasta 1970, Carora contó con uno de los centros de espejismo más prestigiosos y visitados del occidente del país: La Mansión Negra, regentado por el polémico Pablo Valles, El Camión.  Toda esa cultura espiritista que impregna a nuestra ciudad tuvo sus pioneros en la marañota Juana Torralba y en el bozavide Juan de Antillán.

ENCERRADA EN LOS SABORES

Nuestra ciudad de Carora es una cantera de historias que bien pudieran incluirse en lo que llaman Literatura fantástica.  Si bien es cierto que desde el indolente Portugal contemporáneo, el escritor José Saramago pudo concebir una visión pesimista y cruel de la ceguera humana (aunque no propiamente la visual); Carora pudiera ofrecer elementos antropológicos para formarse uno una visón menos dolorosa y hasta optimista de la ceguera..

      En la Carora de mediados  del siglo XX aún pervivían elementos culturales de la sociedad colonial de marcada influencia hispana.  Entre ellos las relaciones de clientela al estilo romano. Por aquella época era común que un Pater Familia acogiera en el seno de su hogar a alguna persona con las  cual no se tenían vínculos consanguíneos ni jurídicos. Así entonces; Don Antonio Castillo,  próspero mayorista del queso, oriundo de Río Tocuyo, padre del Escritor Gerardo Castillo, se llevó cuando era aun una tripona (Beto Sánchez, dixit) a Carmencita Marchán “para que no estuviera de sagaletona en Río Tocuyo” y trabajara en Carora.  El domingo 25 de mayo de 1952 Carmen llegó a la antigua casona de la Familia Riera Montes de Oca, calle Ramón Pompilio Oropeza,  donde vivía Don Antonio con Doña  Josefina Riera Montes de Oca. Originalmente venía a jayerear al niño Gerardo  Antonio, pero en virtud de lo pesado que era el tripón, Carmen prefirió atender las labores de la cocina donde llegó a adquirir inestimables conocimientos, secretos y habilidades.

         Carmen Marchán era hija del pantagruélico Pedro Marchán, padre además de Pedrito, El Enano del Roble, de María y de Petra Marchán.

        Esta mujer que Don Gerardo la recuerda como de un metro ochenta de estatura trascurriría su vida entre el ambiente de los sabores, el ambiente de los sabores y  el de los hedores en que se solía separar las casonas coloniales. Por una enfermedad hereditaria Carmen Marchán fue perdiendo lenta pero progresivamente la vista. Se le colocaron unos culo e´botella pero con resultados muy precarios. Hasta fue tratada por el mejor oftalmólogo de Colombia  sin resultados positivos. Ya casi a los cincuenta años de edad, aproximadamente, esta mujer había perdida la capacidad de ver. Pero potenció sus facultades auditivas, táctiles y gustativas. Como el personaje de la Novela El Perfume  aprendió a conocer a las personas, las cosas y animales solo por el olor, la textura y/el sabor. Era tan fina que podía diferenciar entre maíz amarillo y maíz pelao; entre una papa y una batata. Algunos dicen que después de quedar totalmente ciega su comida  le quedaba aún más sabrosa.  Para condimentar las comida Carmen preferiblemente empleaba el limón que ellas misma seleccionada de un limonero al fondo del solar.  Su comida siempre estaba en su punto tanto en el sabor, en el aroma como en la temperatura.

      Esta cocinera extraordinaria que prolongó la tradición que a Carora trajo Juana Torralba había conocido y siguió, después de su ceguera, los utensilios, cubiertos, frutos, condimentos, etc a través del olfato, el tacto, el oído y el gusto. Pero más aún Carmen Marchán podía “adivinar” cuando un muchacho descalzo y caminando a hurtadillas tenía intenciones de llegarle por detrás para asustarla.

                Preparaba las comidas incluso mejor que muchas de las mejores cocineras “de las de allá abajo” que tenían los ojos sanos y completos. Algunos sibaritas recuerdan con nostalgia su Salpicón de  Higado, la Carne Majada en sus varias presentaciones, la Ensalada de Papas Marchán, y la Resbaladera Tipo Teresa Ramos.  En ninguno de los tres ambientes sensoriales de aquella vieja casona Carmen Marchán requería ayuda ajena. Solo para ir a la misa de San Juan se le veía acompaña de la buena “Catalina la de las Alcalde Perera”.

    Gran aficionada a oír radio, la Niña Carmen solía escuchar largas horas de radio. Escuchó religiosamente todas y cada uno de los  emocionantes capítulos de Martín Valiente, El Ahijado de la Muerte. Esta cocinera extraordinaria abandonó este mundo el 11 de diciembre  de 1993.

Dijo Fortunato Hernández al escuchar esta historia  “y hay mujeres con las manos buenas y los ojos enteritos y no preparan ni un huevo frito…” Que vaina…                                                                                 

RECORDANDO A CHECAMITO

El reciente desbordamiento de las aguas del Río Morere que sometió a una fuerte tensión a los habitantes de la zona baja de la ciudad “desempolvó” las historias y recuerdas vividas en torno al río que bordea la ciudad.  Se habló de las inundaciones, de sus estragos, de las bondadosas “borracheras”, del Dique, de los intentos fallidos del Cuchare y de Tita Querales por romperlo allá por los años cincuenta.   Pero tan bien este fenómeno que estuvo a punto de convertirse en tragedia sirvió para recordar  a un personaje caroreño que hizo su vida o se vio obligado a vivir sumergido en las dulces aguas del Morere.

   Casi nadie lo conoció por su verdadero nombre; el que aparecía en la Partida de Nacimiento.  La gente lo  nombraba con un sobrenombre inconfundible de Checamito.  Todavía los más antiguos lo  suelen mencionar para apurar a alguien que tarda mucho en la ducha. Es en esta ocasión que suele soltarse la expresión “Que te pasa Checamito”.

  Ahora. ¿Quién era Checamito? Era un desafortunado cristiano que nació con un extraña enfermedad en la piel y para aliviarse de los azarosos y terribles síntomas debía sumergir su cuerpo en agua.  Sufría de Displacia Anhidrótica Ectodérmica que entre un millón de personas una puede padecerla. Afecta mayoritariamente a los hombres. De manera pues que padecerla es literalmente estar pagando un karma. Estar “salao” o nacer estrellado por la misma es hereditaria y congénita.   La Displacia Anhidrótica se caracteriza por la ausencia de glándulas sudoríparas lo que hace que la persona sufra constantemente de calores extremos que pueden terminar en fiebres muy altas, convulsiones o infartos hasta que finalmente sobreviene la muerte.   Los síntomas de quienes la padecen se caracterizan por su palidez, escasa cabellera,  frente amplia y desde luego resequedad en la epidermis.  Todas estas características físicas visibles las presentaba nuestro personaje.

      Entre los historiadores venezolanos existe un acuerdo generalizado en afirmar que la explotación petrolera en los campos del vecino estado Zulia cambió por completo la vida del país y del estado Lara en particular.  En el caso que venimos refiriendo esto cobra aún mayor vigor puesto que Checamito murió precisamente cuando decidió emprender viaje a los campos petroleros hacia la Costa Oriental del Lago.

     A finales de la década de los cuarenta del siglo pasado un amigo viendo el afán de Checamito de permanecer sumergido en las aguas del río le sugirió que emigrara a los campos petrolero del estado Zulia en cuyas plataformas de explotación aguas abiertas de seguro podía ser contratado. Allí se sentiría como pez en el agua. Pero resulta que los peces mueren cuando se tienen largo tiempo fuera del preciado líquido vital. Eso le sucedió a Checamito.

       Checamito luego de sopesar su fortaleza acuática y su debilidad o su pelaera de bolas emprendió un día su viaje a la región zuliana. Debió hacer un viaje por escalas en función de la disponibilidad de agua donde zambullirse o refrescar su cuerpo siempre acalorado.  Su cuerpo que no estaba acostumbrado a largas caminatas debió acalorarse más y sufrir algunas alteraciones orgánicas y funcionales. Se hizo escasa y lejana el agua. Aquella situación debió ser desesperante lo cual aumentaba la temperatura de su cuerpo.  En horas de un mediodía de un verano dilatado caroreño Checamito convulsiono hasta que finalmente le sobrevino la muerte. Murió sofocado por un intenso calor interno estimulado por la temperatura del ambiente y la ausencia de agua. Murió a la altura de un lugar llamado Las Caracaras. Allí fue enterrado. Una humilde crucecita de madera rezaba sencillamente “Checamito”.

EL CAMINO ES CULEBRERO

 A las seis y cuarenta y siete minutos de la tarde del viernes  10 de de marzo de 1967, estaba en el corredor de su casa, junto a un hermano mayor, el niño, de cinco años, Francisco José González Piña, cuando de repente sintió una fuerte punzada en la mano derecha. Estaba sentado en una silla de cardón, con el espaldar mirando hacia delante y las manos casi al ras con  el suelo lo que facilitó que lo mordiera una mortífera coral. El niño empezó a llorar y a llamar a su madre que estaba detrás de la casa que tenían en San Diego, muy cerca de Burere. Lograron traerlo rápidamente al hospital San Antonio de Carora donde por ser viernes y Día del Médico sólo se encontraba el Dr. José Elías Curiel Bravo.  El poco suelo antiofídico que había en el hospicio local no lograba  neutralizar los efectos de la Elapidae. Mientras tanto las monjas del  San Antonio le aplicaban diligentemente paños humedecidos en hielo para evitarle la hinchazón y el dolor.

Para aquella fecha ya había muerto Don Valentín Torres, el culebrero más arrecho que ha tenido Carora.  La hermana mayor de Chico Ché trabajaba en Barquisimeto y angustiada le comentó a sus vecinos la tragedia de su hermanito. Un vecino suyo, el Sr. Enrique Rosello, radio-aficcionado, miembro del Radio Club Barquisimeto empezó a pedir ayuda en el extranjero a través de las ondas hertzianas. Desde Carora, Carlos José González, pionero de la radio afición torrense, hacia lo propio desde su “YV3BJ”, de 40 metros de banda,  enviando S.O.S y “C.Q” para tratar de salvar a aquel muchacho. Pronto la noticia se difundió  y todo el estado Lara estuvo atento al desarrollo de aquel evento.

Enrique Roselló, luego de varios intentos fallidos con la ayuda de Argentina, Chile, Colombia y Perú, logró que su SOS fue respondido por la central de Telecomunicaciones del Cuartel Central del Comando Sur los Estados Unidos, con sede el Panamá. Estos entraron en contacto con el Dr. Williams S. Haast, el culebrero más arrecho de los Estados Unidos de todos los tiempos. Hill Haast, a la sazón de 56 años de edad, ingeniero de vuelos y soldado de la Segunda Guerra Mundial,  era el Director del Serpentario de Miami, Florida. A los 12 años, siendo Scout, fue mordido por una Copperhead y a partir de allí su organismo desarrolló antídotos contra el veneno de los ofidios. Hasta el 2008, año en que muere Haast había sido mordido por serpientes venenosas al menos Ciento Ochenta y tres veces.
Del plasma de su sangre, Bill Haast preparaba un suero con el cual desde 1947 salvó muchas vidas por todo el mundo.

Una vez en el Hospital San Antonio, mister Haast le colocó la respectiva dosis de suero al niño de Burere y regresó confiado al aeropuerto de La Greda. Como el yelmo había quedado mal puesto al muchacho no se le notó mejoría.  Ante esta situación, una angustiada tía del niño gritó “ese doctor  lo que vino fue a matar a Chico Ché…” Doña Lila de Herrera logró llegar al aeropuerto cuando el helicóptero de las FFAA empezaba a elevarse. De regreso en el San Antonio, Haast colocó otro suero y pronto el muchacho mostró mejoría. Francisco José González Piña había vencido a la muerte. Desde entonces este caballero ha salvado una media docena de vidas humanas con su sangre  que sirve de antídoto contra el veneno de las serpientes.

 En  el 2008 la National Association of Education Procurement's le otorgó el Bert C. Ahrens Award, post mortem. Este es un premio que se otorga a aquellas personas que hayan hecho, durante lago tiempo, importantes contribuciones sobresalientes a favor de la Humanidad.

La tragedia y angustia vivida por la familia González Piña sirvió para que la sociedad larense valorizara la loable labor  social que adelantaba el Radio Club de Barquisimeto y de los radio-aficcionados en general. Así el 15 de marzo de 1967 tiene lugar una fiesta-homenaje al Radio Club Barquisimeto. Para esa ocasión el Ministro de la Defensa, el General Ramón Florencio  Gómez, manda a buscar al niño Francisco José González Piña en un Hércules de la Fuerza Aérea Venezolana que estaba destinado a combatir la guerrilla comunista.
 Aquel suceso fue toda una noticia de rango nacional. La revista Bohemia y Elite la reseñaron, igual lo hicieron los diarios El Impulso, El Nacional y El Universal. Después de aquellas mordida inicial Francisco José ha salvado más de media docena de vidas de víctimas de mordeduras de serpientes en varias regiones del país. Una de las últimas víctimas rescatadas de la muerte fue el Puerto Rico, parroquia Montañas Verdes.

El Olor de la Nobleza

Dice  Patrikc Suski, en su magistral novela El Perfume que toda cosa tiene un olor (o un hedor) que le es propio. Esos “olores”  fueron desapareciendo a medida que avanzaba el proceso de industrialización y urbanización. La nobleza, como don del espíritu, también tiene  olor y su rostro.

        Hacia el año de 1.539, el Gobernador de la Provincia de Coro, el alemán, Nicolás Federman,  ordenó al capitán Don Diego Martinez, natural de Valladolid; marchar hacia las tierras hoy caroreñas.  Como era frecuente aquella expedición se hizo con muy pocas provisiones y como en estas tierras ásperas y bravas era harto difícil conseguir avituallamiento aquello fue una odisea.  No fue fortuito entonces que Kururá (que al hispanizarse se trasformó en Carora), en el dialecto caraive de los arawacs significase se acabará la comida. 


        Ya adelantado el camino que unía a Coro con las serranías de Carora se hizo menester salir a la búsqueda de alimento.  En la cuadrilla formada para acometer tal responsabilidad  iba un andaluz que no reveló su estado de salud quizás para no ser  reprochado por los expedicionarios a quienes se les exigía fortaleza.  Martín Tinajero, hombre muy cristiano, fue –según Don José Oviedo y Baños-  un hombre muy humilde, sencillo y modesto.  A causa de su enfermedad murió de repente.  Fue sepultado en unos de esos surcos que en nuestros suelos arcillosos  e  irregulares dejan las aguas de lluvias al escurrirse y con las cuales el pintor Reinaldo Crespo ha encontrado una manera de vivir holgadamente.
      Pasados algunos pocos días el Capitán Martínez  volvió  a despachar otra  cuadrilla para buscar bastimentos.  Pero como el comandante de la expedición y su tropa esperaban ser alcanzados por el Gobernador Federman quien estaba en Coro arreglando asuntos propios de su oficio, avanzaban muy lentamente de modo que los hombres bajo las órdenes de Martínez no escatimaron su tiempo y fueron a visitar el lugar donde habían enterrado a su compañero con intenciones de  re- sepultarlo por si acaso los indios que merodeaban la zona, como solía suceder, lo habían desenterrado.

        Ya mucho antes de llegar al lugar exacto del remedo de sepultura, a gran distancia, los mismos soldados que  “sepultaron” a Tinajero habían percibido –como Jean Batiste Gronuoville- una fragancia tan peculiar, tan suave que los mantuvo casi extasiados  y les  sirvió de guía exacta hasta el cadáver.    Llegado hasta el sitio exacto de la sepultura de Martín Tinajero los soldados de Martines observaron como su cuerpo medio descubierto,  pero aún intacto, estaba rodeado de abejas silvestres cual abeja reina amenazada. Un enjambre se había formado en torno al cadáver de aquel hombre que vino a morir en el mundo de Colón.

         Admirados  y sorprendidos aquellos hombres regresaron a su tienda y al contar lo que habían visto el resto comenzó a recordar  las costumbres y la modestia de aquel hombre que vivió sin hacerle daño a nadie. “Pero como los conquistadores de aquel tiempo no llevaban puesta la mira, más en descubrir que en averiguar milagros, hicieron tan poco caso,  que aún siquiera no procuraron darle a aquel cuerpo mas decente sepultura, ni señala la parte, por memoria, donde dejara aquel tesoro desconocido”.  De esta forma, casi como una queja, termina su relato el cronista Don José Oviedo y Baños al referirse a la muerte del primer español que mereció ser honrado en las tierras del occidente de Venezuela.

         Estos altos sentimientos de nobleza, entendida esta como una virtud del espíritu y la personalidad y no como una artificiosa  y odiosa categorización social, con el tiempo llegaran a formar parte de aquello que los antiguaos griegos llamaban el Ethos, en contraposición del Pathos, del pueblo venezolano.