El Olor de la Nobleza

Dice  Patrikc Suski, en su magistral novela El Perfume que toda cosa tiene un olor (o un hedor) que le es propio. Esos “olores”  fueron desapareciendo a medida que avanzaba el proceso de industrialización y urbanización. La nobleza, como don del espíritu, también tiene  olor y su rostro.

        Hacia el año de 1.539, el Gobernador de la Provincia de Coro, el alemán, Nicolás Federman,  ordenó al capitán Don Diego Martinez, natural de Valladolid; marchar hacia las tierras hoy caroreñas.  Como era frecuente aquella expedición se hizo con muy pocas provisiones y como en estas tierras ásperas y bravas era harto difícil conseguir avituallamiento aquello fue una odisea.  No fue fortuito entonces que Kururá (que al hispanizarse se trasformó en Carora), en el dialecto caraive de los arawacs significase se acabará la comida. 


        Ya adelantado el camino que unía a Coro con las serranías de Carora se hizo menester salir a la búsqueda de alimento.  En la cuadrilla formada para acometer tal responsabilidad  iba un andaluz que no reveló su estado de salud quizás para no ser  reprochado por los expedicionarios a quienes se les exigía fortaleza.  Martín Tinajero, hombre muy cristiano, fue –según Don José Oviedo y Baños-  un hombre muy humilde, sencillo y modesto.  A causa de su enfermedad murió de repente.  Fue sepultado en unos de esos surcos que en nuestros suelos arcillosos  e  irregulares dejan las aguas de lluvias al escurrirse y con las cuales el pintor Reinaldo Crespo ha encontrado una manera de vivir holgadamente.
      Pasados algunos pocos días el Capitán Martínez  volvió  a despachar otra  cuadrilla para buscar bastimentos.  Pero como el comandante de la expedición y su tropa esperaban ser alcanzados por el Gobernador Federman quien estaba en Coro arreglando asuntos propios de su oficio, avanzaban muy lentamente de modo que los hombres bajo las órdenes de Martínez no escatimaron su tiempo y fueron a visitar el lugar donde habían enterrado a su compañero con intenciones de  re- sepultarlo por si acaso los indios que merodeaban la zona, como solía suceder, lo habían desenterrado.

        Ya mucho antes de llegar al lugar exacto del remedo de sepultura, a gran distancia, los mismos soldados que  “sepultaron” a Tinajero habían percibido –como Jean Batiste Gronuoville- una fragancia tan peculiar, tan suave que los mantuvo casi extasiados  y les  sirvió de guía exacta hasta el cadáver.    Llegado hasta el sitio exacto de la sepultura de Martín Tinajero los soldados de Martines observaron como su cuerpo medio descubierto,  pero aún intacto, estaba rodeado de abejas silvestres cual abeja reina amenazada. Un enjambre se había formado en torno al cadáver de aquel hombre que vino a morir en el mundo de Colón.

         Admirados  y sorprendidos aquellos hombres regresaron a su tienda y al contar lo que habían visto el resto comenzó a recordar  las costumbres y la modestia de aquel hombre que vivió sin hacerle daño a nadie. “Pero como los conquistadores de aquel tiempo no llevaban puesta la mira, más en descubrir que en averiguar milagros, hicieron tan poco caso,  que aún siquiera no procuraron darle a aquel cuerpo mas decente sepultura, ni señala la parte, por memoria, donde dejara aquel tesoro desconocido”.  De esta forma, casi como una queja, termina su relato el cronista Don José Oviedo y Baños al referirse a la muerte del primer español que mereció ser honrado en las tierras del occidente de Venezuela.

         Estos altos sentimientos de nobleza, entendida esta como una virtud del espíritu y la personalidad y no como una artificiosa  y odiosa categorización social, con el tiempo llegaran a formar parte de aquello que los antiguaos griegos llamaban el Ethos, en contraposición del Pathos, del pueblo venezolano. 

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