Desde mediados del siglo XVI la vida cotidiana en Occidente estuvo reglamentada por las prescripciones éticas y religiosas que sancionó el Concilio de Trento. Este consejo ecuménico de la cristiandad reglamentó la vida en pareja, el respeto a los padres e hijos, la penitencia, la oración y hasta la vida de ultratumba, entre otras cosas. En España y sus colonias americanas, la presencia e influencia de este Concilio fue más acentuada y duradera que en el resto de Europa.
El hombre americano promedio de las colonias españolas, medieval en su concepción religiosa, procuró siempre hacer el “bien” por temor, a que una vez muerto, ser condenado a vivir en algunas de esa inmensas pailas infernales. Esto hoy quizás parece risible, pero para el hombre de los siglos XVI al XIX el temor a ser condenado a vivir eternamente en ese sulfuroso y ardiente espacio de 61.758 kilómetros cuadrados donde el Demonio ejerce su absoluta soberanía. Estos datos de la geografía del más allá, de la escatología quizás hoy resulten fantasiosos e inverosímiles, pero en la época colonial era asimilados dentro de la más completa normalidad.
Los caroreños no podían ser la excepción; No podían escapar de ese ambiente cultural-ideológica medieval que reinó en el mundo durante casi un milenio. Nuestros coterráneos coloniales vivieron sumergidos en ese ambiente espiritual que ofrecía como recompensa la vida eterna en el Cielo y como castigo el eterno sufrimiento en el Infierno. Pero ese mismo mundo inventó un artificio burocrático para la Salvación : El Purgatorio, una instancia espacio-temporal, un peaje, que se podía pasar si los deudos de los muertos, aquí en la tierra, pedían a través de la oración y la penitencia intersección de los santos, caso de la Virgen del Carmen que era la advocación más popular de la Madre de Dios. En vida desde luego la persona, para ganarse el Cielo, procuraba hacer buenas obras para “ganar puntos” ante los ojos de Dios.
Así muchas grandes obras, materiales y sociales, se hicieron porque sus promotores no querían sufrir el tormento de ser condenados al Infierno. Tal es el caso de Don Velásquez de Mendoza, Capitán al servicio del Rey en los predios caroreños durante la primera mitad del siglo XVII. Este Capital español dejó su herencia a la ciudad para que en ella se construyera un hospital para atender a los pobres y menesterosos. Don Velásquez de Mendoza murió en Carora el 17 de Diciembre de 1658.
Este militar español en su testamento notariado dispuso que sus bienes fuesen destinados a la construcción y manutención de un hospital, el primero que tuvo la ciudad de Carora. El acta fundacional de dicho hospicio tiene fecha del 8 de mayo de 1659. Los bienes que este soldado que murió con la esperanza de ir al Cielo estaban constituidos por dos casonas buenas e inmensas ubicadas alrededor de la Plaza Mayor de la ciudad dos camas con sus respectivas cobijas, almohadas, y veinte yeguas.
La administración original de los bienes dejados por Velásquez de Mendoza tuvo bajo la celosa vigilancia del cura Cuenca de López, notario eclesiástico, quien dispuso que los animales objeto del testamento se emplearen como medios de transporte de carga y con su renta se cubrieran pos gastos causados por el mantenimiento del hospital. El mismo cura exhortó a los vecinos a que incrementaran sus limosnas para cubrir los gastos de los enfermos, erigir una capilla dentro del hospital y pagar al capellán que se encargaría de “los oficios divinos para consuelo de los enfermos”.
El licenciado Bartolomé Sánchez Mejías, Juez Eclesiástico de Carora, nombró como Mayordomo del hospital al Capitán Félix de Almaras, nieto del repoblador de la ciudad, Don Juan de Salamanca; quien no sólo aceptó con gusto tal responsabilidad sino que se comprometió ante las autoridades religiosas de la ciudad a cubrir, de su propio peculio, el déficit que pudiera existir en los gastos del hospital recién constituido. Ahora; cabe preguntarse: ¿no estaría motivado este Almaras por el mismo temor que embargó y motivó a Velásquez de Mendoza?
Aquel hospital que fue producto directo del temor de su promotor a las ardientes, sulfurosas e inmensas pailas del infierno, vino a ser de gran ayuda y socorro a pobres, enfermos y a la población en general de la Carora colonial. No sabemos con certeza hasta que año subsistió ese primer hospital, pero en el año de 1716 el obispo de Caracas y Venezuela, Fray Francisco del Rincón, concede permiso al Cura de Carora para la bendición de la Capilla del Hospital y celebrar misas.
Este primer hospital de la ciudad estuvo ubicado en la esquina de las actuales carrera Lara con calle Comercio, donde el primer día de 1904 se fundara diario El Impulso. Lo llamaban el hospital de la Cruz , su viejas habitaciones habían servido antes de cárcel pública donde por ciento habían dado muerto algunos “delincuentes”. Para el año de 1836, la Legislatura Provincial autoriza al Concejo Municipal de Carora a vender el solar donde había existido el hospital.
Pero como el tiempo de las mentalidades, como diría el Dr. Luís Mora Santana, es de larga duración también hoy, en el siglo XXI, no pocos pecadores caroreños siguen haciendo obras piadosas por temor a la condena de ir al Infierno o para lograr que su pasaje por el Purgatorio sea lo más corto posible y es que en la Venezuela de hoy aún seguimos viviendo bajo las prescripciones religiosas del Concilio de Trento.
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