La Ira de Vulcano.

A mediados de la segunda década del siglo pasado, un comerciante aregueño desató la ira y la furia del dios Vulcano, la deidad latina del rayo y del fuego; y el hombre terminó fundido con el oro, la plata qua traía consigo  y con  la arcilla de los agrestes parejes del Canto de La Boca.
      Este caroreño,  cuyo nombre se pierde en la oscuridad de los tiempos y la desmemoria, se había mudado  a algún lugar de Coro (es decir a algún lugar del vecino estado Falcón próximo a Carora)  donde  logró amasar alguna fortuna condensada  en una buena cantidad de monedas de oro (morocotas)  y de plata.  Al tiempo de estar trabajar arduamente en el comercio, nuestro personaje que algunos ancianos asocian con el nombre de José Lucena Dorantes,  decide regresar a Carora o a Aregue a pasar su vejez.  Venía literalmente forrado de oro y plata tal como creían los seguidores de Pizarro que estaban los hombres del mítico Dorado.

    Decían los más antiguos que este caballero traía tres mulas, de las cuales dos venían cargadas de oro  y plata. Transcurría el mes de octubre y llovía con la regularidad de aquella época. Y en un día del mes de la festividad de la Virgen de Chiquinquirá  sucedió  lo que aquí narramos.

  Ese día de octubre, el hombre que venía de Coro se encontraba en medio de los playones aridecidos del Cantón de La Boca, por los terrenos donde Don José Mosquera tiene fundada su Hacienda La Providencia. Debió ser algo así como las dos de la tarde y hacía poco había empezado a llover. De Coro había salido a eso de  las cuatro de la mañana.  Muy pocos conocen, salvo los hermanos rosacruces,  de la fuerza telúrica  y de la energía que se concentran en los inmensos playones de La Otra Banda. Allí todo es grande, majestuoso y misterioso, y allí la naturaleza se muestra desnuda, salvaje y violenta.  Al parecer  la gran cantidad de Oro y plata, cual al Atahualpa prisionero de Pizarro; sirvió de polo eléctrico para direccionar la descarga eléctrica que le quitó la vida.   El rayo lo calcinó junto a sus metales preciosos y los animales. En el punto exacto del suceso quedo un montículo de restos humanos, animales y minerales. Sobre él los arrieros y lugareños empezaron a colocar piedras para honrar la memoria de aquel cristiano cuyo cuerpo sin vida se fundió con los elementos esenciales de la naturaleza. Se colocó el símbolo de la cristiandad cuyos porfiados restos se resisten a desaparecer. 

    Al poco tiempo de aquella tragedia se propagó la creencia que aquel rayo no era más que un castigo de Dios por la avaricia y la ostentación de aquel hombre.  La avaricia, recordaban los lugareños más antiguos, es un pecado capital.   Pero cuando Carora se incorporó a la modernidad racionalizante que trajo el capitalismo se impuso la creencia de que tal acontecimiento era consecuencia de un fenómeno eléctrico dada la naturaleza energética del rayo.

    Hace aproximadamente cinco años  aún quedaban restos de la cruz en un difuso sendero del camino hacia La Providencia. En esas inmensidades que a veces inunda La Siqueña, los ufólogos  y rosacruces logran ver cosas imperceptibles al ojo del hombre ordinario. Lo cierto es que en esas inmensas  soledades de La Otra Banda cualquier ser humano se siente, ínfimo, muy pequeño, muy vulnerable a las fuerzas de la naturaleza

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